Supongo que el invierno no es bueno para muchos, que el frío cala sus corazones y sus almas, y el cansancio les pesa el doble en los hombros. En mi caso el invierno me helaba los miedos, echaba atrás a mis demonios y me acariciaba las costillas todas las noches. Ese invierno del que os hablo se personificó en el que me hacía cafés con doble de azúcar, el que me tapaba los pies cuando soñaba con huracanes, y el que me despeinaba las mañanas con tan solo mirarme a los ojos. Ese invierno del que os hablo llegó y desbordó de lluvia mis mares, yo como una niña jugaba a acariciarle las venas de las manos y a sentir que podía nadar en ellas. Me adornó de pequeñas luces la silueta, me abrigó las inseguridades, y poco a poco, le hice amar la lluvia. El viento que cruje dentro de mi, me llena, y me acaricia.
Como el cigarro después de follar y fallar. Como cuando me acaricias los tatuajes y me miras, queriendo entrar en todos mis rincones, en todas mis heridas, y en todos mis precipicios. Jamás nos curábamos juntos, pero nos destruiamos de la mano y dicen que el sufrimiento -al igual que los vicios- compartidos se llevan mejor. Como cuando me desabrochas el sujetador conociendo todas mis costuras. Sonríes y haces que mi alma vibre, que mi aliento falte, y que mi mirada te engulla. Como cuando me siento pájaro volando en tu pecho, en tu almohada y en tus sábanas, buscando siempre un pedacito de tu cielo. Como quererte un sábado por la noche, o un miércoles por la mañana. Como quererte a secas, más que a mil lluvias.