Un denso color gris cubría mi cielo. Sí, el mío. El de afuera quizás era azul, no lo sé. Caminé sola durante horas aquella tarde. Mis piernas por más recorrido que hacía menos se cansaban, lo mismo con mi cabeza, cuanto más pensaba, menos entendía. Te odiaba. Quería que un gigantesco y sofocante agujero negro te absorbiese de mi vida sin dejar marcas o rastros. Después de tantas peleas lo nuestro cada día se iba consumiendo, igual que mi aliento. Quería que el tatuaje que causaste por mis recuerdos se esfumase de mi memoria. De mi ser. Tarde. No conseguía sacarte de ahí, te habías encadenado a mis sentidos, a mis vivencias, a mis sueños. Estaba refrescando y opté por ponerme la capucha. Sentada en aquél banco miré mis manos. Las mismas manos que tú tocabas sin cansarte. Las mismas con las que jugueteabas por las calles húmedas de otoño. Miles de recuerdos invadieron mi chaqueta, subiendo hasta mezclarse con mi enredado pelo, hasta llegar al fondo de mi cajón con llave. Bien.