sin decir ni una sola palabra.
La noche estaba más espesa de lo normal,
tu mirada perdida,
la mía intentando encontrarla.
En aquella terraza con vistas a toda la ciudad
nos habían dejado solos.
No quedaba nadie vagando a las tres de la mañana,
solo tú y yo y lamentablemente los vicios.
Te hice un gesto con la mano
para que me alcanzaras tu mechero,
pobre piedra desgastada.
Pasaron cinco segundos
y me diste tu arma,
al hacerlo nuestras manos una vez más,
-de tantas-
se unieron como si no se hubieran olvidado.
Y no, no lo habían hecho.
Los dos apartamos la mano con rapidez.
Adolescentes, tan impredecibles
e indecisos.
Apenas te reconocía,
habías cambiado muchísimo
desde la última vez que te vi.
Ya eras todo un hombre
disfrazado de Peter Pan
queriendo conocer a Wendy.
Ahora no jugabas,
fumabas,
ahora no tragabas,
escupías cabizbajo,
ahora no soñabas,
te consumías.
No sé que pretendías,
la droga no iba a mirarte a los ojos,
tampoco a acariciarte la mano,
y mucho menos llamarte mi vida.
En ese momento
como si me leyeras la puta mente,
me miraste.
Y eso fue suficiente para saber
que aún formaba parte de tu mundo,
-de mierda- quizás,
pero era el tuyo,
y eso me bastaba.
Mi cigarro se consumió,
tu porro seguía vivo,
y tú apenas.
No hay más realidad que esta:
amamos lo que nos hiere,
yo te quería a ti,
y tú a tus vicios.
Que se consuma junto contigo. |
Comentarios
Publicar un comentario